cataratasIguazú

Corría el año de 1541, época de descubrimientos y conquistas en el Nuevo Mundo, cuando a la Isla de Santa Catarina, al Sur de Brasil, arribaba Álvar Núñez Cabeza de Vaca, hidalgo español recién nombrado gobernador del Río de la Plata.
Intrépido y osado como era, no dudó en continuar por tierra su viaje hasta Asunción, en Paraguay. Esto significaba recorrer yermos que no figuraban en los mapas, transponer ríos caudalosos y altas montañas, internarse en selvas vírgenes habitadas por tribus hostiles. Pero venciendo todo tipo de obstáculos, él y sus doscientos cuarenta hombres hicieron el recorrido en cuatro meses y nueve días.
Durante la larga travesía, al acercarse a la actual frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay, se encontraron con una vista sorprendente y maravillosa al mismo tiempo: el mayor conjunto de caídas de agua de la tierra.
— ¡Santa María, cuánta belleza!

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Esta exclamación de Álvar Núñez dio el primer nombre a las espléndidas cataratas hasta entonces no contempladas nunca por ojos europeos: “Saltos de Santa María”.
El río del cual se originan era llamado por los nativos Iguazú, es decir, “agua grande”. Su inmensa masa líquida se despliega en más de doscientos saltos esparcidos a lo largo de un precipicio inclinado con casi 3 km de extensión. Y en el centro de este inmenso arco los ojos del visitante encuentran el más hermoso de los espectáculos: dispuestas en un apretado semicírculo, catorce caídas de agua de 80 metros de altura atronan sin cesar, formando magníficas cortinas de niebla que suben al cielo en medio de bonitos arcoíris. No fue sin motivo que los primitivos habitantes llamaran a aquel sitio “el lugar donde nacen las nubes”.
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Este paisaje de exuberante belleza natural, las vastedades fragorosas de las Cataratas de Iguazú, invita a nuestro espíritu a contemplar el esplendor y la majestad del Creador. Y, al hacerlo, brotan de nuestros corazones las palabras del Salmista: “Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, levantan los ríos su fragor, pero más que la voz de aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor” (Sl 93, 3-4).
Porque las Cataratas de Iguazú son antes que nada un espectáculo para el alma. Su tronante cántico es un continuo llamamiento a que el hombre recuerde que las obras de Dios son símbolos de una realidad más elevada.