En nombre del Divino Salvador la Iglesia reza, cura a los enfermos, evangeliza a los pueblos, expulsa a los demonios y, en fin, realiza su obra de salvación de las almas.
Es su nombre: Consejero prudente, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz” (Is 9, 5).
¡Qué extraordinario, rico y simbólico es este nombre, que según el profeta Isaías significa “Dios con nosotros”! ¡Qué maravillada debió quedar la Santísima Virgen –que ponderaba todas las cosas en su corazón– cuando el arcángel Gabriel le dijo en el momento de la Anunciación: “Y le pondrás por nombre Jesús”! (Lc 1, 31).
Fecunda fuente de inspiración
Estas palabras, que quedaron grabadas indeleblemente en el Inmaculado Corazón de María, llegan hasta los oídos de los fieles de todos los tiempos, en el orbe entero, fecundando los buenos afectos de todo hombre bautizado. A lo largo de los siglos, diversas almas monásticas y contemplativas fueron inspiradas por ellas, al punto que innumerables composiciones de canto gregoriano versan sobre el suave nombre del Hijo de Dios.
Existe una relación misteriosa e insondable entre el nombre de Jesús y el
Verbo Encarnado, pues resulta imposible concebir otro más apropiado.
Es el más suave y santo de los nombres; es un símbolo sacratísimo del Hijo de Dios, sumamente eficaz para atraer sobre nosotros las gracias y favores celestiales. El mismo Señor prometió: “Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre,
él os lo concederá” (Jn 15, 16). ¡Magnífica invitación para repetirlo sin cesar y con ilimitada confianza!
¡Invoque este nombre poderosísimo!
La Santa Iglesia, madre próvida y solícita, concede indulgencias a quien lo invoque con reverencia; incluso pone a disposición de sus hijos la Letanía del Santísimo Nombre de Jesús, para incentivarlos a rezar con frecuencia.
En el siglo XIII, el Papa Gregorio X exhortó a los obispos del mundo y sus sacerdotes a pronunciar muchas veces el nombre de Jesús e incentivar al pueblo cristiano a colocar toda su confianza en este nombre todopoderoso, como un remedio contra los males que amenazaban la sociedad de entonces. El Papa confió particularmente a los dominicos la tarea de predicar las maravillas del Santo Nombre, obra que realizaron con celo, logrando grandes éxitos y victorias para la Santa Iglesia.
Un vigoroso ejemplo de la eficacia del Santo Nombre de Jesús se verificó con motivo de la devastadora epidemia que azotó a Lisboa (Portugal) en 1432. Todos los que podían se fugaban de la ciudad aterrorizados, llevando así la enfermedad a todos los rincones del país. Murieron miles de personas. Entre los heroicos miembros del clero que daban asistencia a los agonizantes estaba un venerable obispo dominico, Mons. Andrés Diaz, que incentivaba a la población a invocar el Santo Nombre de Jesús.
Recorría incansablemente el país, recomendándoles a todos, hasta a los que se habían librado de la terrible enfermedad, que repitieran: Jesús, Jesús. “Escriban este nombre en letreros y guárdenlos sobre sus cuerpos; por la noche pónganlos bajo la almohada; cuélguenlos en sus puertas; pero sobre todo invoquen continuamente, con sus labios y en sus corazones, este nombre poderosísimo”.
¡Maravilla! En un plazo increíblemente breve el país fue liberado por completo de la epidemia, y las personas siguieron confiando agradecidas y con amor en el Santo Nombre de nuestro Salvador. Tal confianza se extendió desde Portugal hasta España, Francia y el resto del mundo.
Una retribución agradable a Dios
El ardoroso san Pablo es el apóstol por excelencia del Santo Nombre de Jesús. Afirma que es “el nombre por encima de todo nombre” y ensalza su poder con estas palabras: “Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los infiernos” (Flp 2, 10).
San Bernardo se llenaba de alegría y consolación inefables al repetir el nombre Jesús; sentía como miel en su boca y una deliciosa paz en su corazón. San Francisco de Sales no vacila en afirmar que quien tenga la costumbre de repetir con frecuencia el nombre de obtener la gracia de una muerte santa y feliz. ¡Otro inmenso favor!
¿Pero este don tan grande no nos pide alguna retribución?
Sí. Además de mucha confianza y gratitud, el deseo sincero de vivir en completa sintonía con las infinitas bellezas contenidas en el Santísimo Nombre de Jesús, como también –a imitación del venera- ble obispo portugués Mons. Andrés Diaz– el empeño de divulgarlo a los cuatro vientos. Digna de toda alabanza es la madre católica que le enseña a sus hijos a pronunciar los dulces nombre de Jesús y de María aun antes de decir papá y mamá, como también a llevar su vida en acuerdo con la de esos dos modelos divinos.
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Muchos habitantes de Jerusalén presenciaron la escena que los Hechos de los Apóstoles describen tan bien como para dejarnos la sensación de estar viéndola en persona.
Pedro y Juan subían al Templo a orar. Un cojo de nacimiento, puesto en la Puerta Hermosa, les pidió limosna.
– –¡Míranos!– le dijo el Príncipe de los Apóstoles.
El pobre los observó con atención, preguntándose cuánto recibiría.
– Plata y oro no tengo, pero lo que tengo, eso te doy: en el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda.
Dando un brinco, el lisiado se puso de pie y entró con ellos al Templo, saltando y alabando a Dios. Como no se desprendía de los dos Apóstoles, una multitud estupefacta se reunió a su alrededor. Al ver esto, Pedro dijo así:
– Varones israelitas, ¿por qué nos miráis como si por nuestro propio poder hubiéramos hecho andar a este hombre? El Dios de nuestros padres glorificó a su servidor, Jesús. Y por la fe en su nombre, el mismo nombre ha fortalecido a éste que veis y conocéis.
No hay otro nombre por el que podamos salvarnos
Continuó san Pedro su discurso exhortando a los oyentes a la conversión, hasta que fue interrumpido por algunos sacerdotes y saduceos, en compañía del jefe de la guardia del Templo, que prendió a los dos hombres de Dios.
Al día siguiente fueron conducidos a la presencia del Sumo Sacerdote y su Consejo.
– ¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho esto?– les preguntaron.
La respuesta llegó serena pero firme:
– Jefes del pueblo y ancianos, ya que hoy se nos pide cuenta del bien que hicimos a un enfermo, sepan ustedes y todo el pueblo de Israel que éste se presenta sano ante vosotros en virtud del nombre de Jesucristo Nazareno. En ningún otro hay salvación, porque no existe bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el cual podamos alcanzar la salvación.
¿Por qué prohibir?
La firmeza del primer Papa desconcertó a los enemigos de Jesús. Haciendo salir de la sala a los apóstoles, deliberaron entre sí: “¿Qué haremos con estos hombres? El milagro que han hecho es notorio y lo saben todos los habitantes de Jerusalén; no podemos negarlo. No obstante, para que no se divulgue más entre el pueblo, les conminaremos para que no hablen a nadie más en este nombre.
Llamaron otra vez a los dos discípulos del Señor y les prohibieron terminantemente hablar y enseñar en el nombre de Jesús; orden que, por cierto, Pedro y Juan rechazaron obedecer, puesto que debían obediencia a Dios ante todo.
¿Qué motivaba tan injustificable prohibición?
Bajo el punto de vista de los enemigos de Dios y de su Iglesia, no es difícil entender la razón: muchos de los que escucharon la predicación de san Pedro creyeron “y así el número de creyentes, contando sólo a los hombres, se elevó a unos cinco mil” (Hch 4, 4). Por eso el encono del Sanedrín, dándose cuenta muy bien que, en esa proporción, la Iglesia se expandiría por todo el mundo en corto tiempo.
Proclamar el Evangelio es proclamar el nombre de Jesús
¿Cómo podría la Santa Iglesia dejar de orar, predicar, bautizar y curar en
nombre de Jesús?
Desde los primeros días del cristianismo se ha dicho que predicar el Evangelio es proclamar ese nombre, entre todos glorioso, gracias a cuyo poder divino se obran los milagros: “A los que crean, les acompañarán estas señales: en mi nombre arrojarán a los demonios, hablarán en lenguas nuevas, […] impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados” (Mc 16, 17- 18).
El nombre del Redentor no podía dejar de ocupar un lugar prominente en la vida de la Iglesia, una vez que él mismo afirmó: “Cualquier cosa que pidáis en mi nombre, os lo concederé” (Jn 14, 13). En el acto del Bautismo, por el cual nace el cristiano, el alma es lavada, santificada y justificada “en nombre de Jesucristo, el Señor, y en el Espíritu de
nuestro Dios” (1 Cor 6, 11).
Todo ello tiene una valiosa aplicación para nuestra vida como católicos: la invocación del santísimo nombre de Jesús es manantial inagotable de gracias para la santificación personal y para las obras de evangelización.
(Revista Heraldos del Evangelio, Enero/2005, n. 37, pag. 22-25)
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