Santiago no se impresionó con la cándida narración del niño. Con un gesto violento le arrancó la cruz de sus manos, mientras vociferaba: “¡Esto es de tu padre!”.
Hna. Adriana María Sánchez García, EP
La guerra había terminado hacía algunos años, pero todavía era todo desolación. Casas e iglesias, que nadie había decidido reconstruir, se encontraban reducidas a escombros, sea por falta de recursos, sea por falta de piedad.
En los alrededores de la ciudad, dos hombres se hallaban trabajando en el campo. El sol del mediodía los estaba abrasando y, en mitad de las fatigas de la faena, uno de ellos, Everaldo, se desahogaba diciendo:
-¡Uf! Desde que acabó la guerra siempre lo mismo: recoger espigas de trigo y echarlas a la carreta; cortar uvas y ponerlas en el cesto, con mucho cuidado. ¡No aguanto más! Si al menos nos pagasen mejor… El otro, Santiago, con la cara bañada en sudor, sólo suspiraba, porque el cansancio ni siquiera le permitía balbucear palabras.
Continuaban con su labor cuando de repente una de las hoces golpea en algo, resonando sonoramente:
-¡Cling!… -¿Qué ha sido eso? -pregunta Santiago, levantando la cabeza.
-¡Bah! ¿Crees que por aquí podría haber alguna cosa interesante? Anda, olvídalo.
Santiago, sin embargo, se quedó con ese “cling” dándole vueltas en su cabeza y pensaba consigo, deleitándose: “Eso sonaba a metal. ¿Será algo valioso? Quizá… ¡hecho en oro! Si lo encontrara lo podría vender… y me haría rico”.
Al atardecer, él y sus compañeros se presentaron ante su patrón para recibir el salario de la jornada y se dispersaron. Cuando ya estaban lejos, Santiago, con disimulo, volvió al lugar donde había escuchado el ruido. Con la hoz en mano intentaba encontrarlo de nuevo, aunque en vano. Pasaba el tiempo y nada. Hasta que al final un golpe duro y seco sonó otra vez: -¡Cling!
Cavando con sus propias manos, desenterró un objeto metálico, lo escondió apresuradamente en un trapo sucio y salió corriendo hacia su casa. Ya era de noche cuando llegó. Aprovechando que su esposa y su hijo estaban durmiendo, extendió el paño sobre la mesa y, temblando, desenvolvió el misterioso objeto: ¡una cruz!
-¡Qué decepción! -decía bajito. Tanto trabajo para esto… No obstante, al ir quitando la tierra que tenía incrustada, sus ojos no podían creer lo que veían. Era un relicario de oro, adornado en plata, piedras preciosas y perlas. Y en su interior tenía algo mucho más valioso que todas esas joyas: un fragmento del Santo Leño, la propia cruz de Jesús.
Pero el pobre Santiago estaba ciego de espíritu. La avaricia y el egoísmo le habían cerrado el corazón a las cosas de Dios, hasta el punto de no darse cuenta del enorme tesoro que tenía en sus manos.
-¡Ah, fíjate lo que me he encontrado! -exclamaba contento. Con este oro y estas piedras enseguida saldremos de la pobreza.
Envolvió el relicario en el paño, lo escondió en la chimenea y se fue a dormir risueño, disfrutando anticipadamente de tan deseada fortuna.
Aunque antes del amanecer… -¡Santiago, Santiago! ¡Fernando ha desaparecido! -decía Elvira llorando desesperada, mientras sacudía a su esposo para despertarlo. -Venga, no bromees…
Déjame descansar que ayer fue un día muy duro. -¡Que no! ¡Que ya lo he buscado por toda la casa y nuestro hijo ha desaparecido!
Santiago se despertó y, antes de salir, tuvo un presentimiento. Se acercó a la chimenea, deslizó la mano en su escondite y… ¡estaba vacío! -¿Dónde está la cruz? -susurró entre dientes.
-¿Una cruz? ¿Tú, buscando una cruz? -replicó sorprendida su esposa. En ese momento, el pequeño Fernando entra inesperadamente. Se había despertado a medianoche y el claro de luna estaba tan bonito y luminoso que decidió salir a pasear un poco. Atraído por un suave resplandor, se adentró en el bosque y encontró la hermosa cruz dorada que, radiante de felicidad, enseñaba a sus progenitores.
Santiago no se impresionó con la cándida narración del niño. Con un gesto violento le arrancó la cruz de sus manos, mientras vociferaba:
-¡Esto es de tu padre! Y te prohíbo que comentes lo ocurrido. Ni con tu prima Marta, ¿te has enterado? Elvira y el niño no osaron ni contestar… Pero la noticia de lo que había pasado se extendió por los alrededores sin que nadie supiera cómo.
En poco tiempo empezaron a acudir campesinos al lugar, deseando ver el Santo Leño que Santiago ya no lograba ocultar más. La noticia llegó hasta el monasterio.
El abad, tan pronto como supo del hecho, también se dirigió hacia la casa de Santiago. Al llegar, cogió la cruz con adoración y reverencia, la besó, la enseñó a los presentes, silenciosos y recogidos y con ella los bendijo. -Esta reliquia del Santo Leño – dijo con emoción- es el más valioso tesoro de nuestro monasterio. Durante la guerra la prestamos a los soldados del conde, para que la llevasen al frente del batallón en la última batalla, que fue la decisiva: con ella terminó el conflicto. Sin embargo, la reliquia se perdió en medio de la confusión de la lucha y por mucho que la buscáramos, nunca conseguimos encontrarla. Santiago asistía a la escena dando muestras de cólera y rebeldía, al principio.
No obstante, su semblante iba cambiando poco a poco y, para asombro de todos, cayó de rodillas reconociendo su falta, entre copiosas lágrimas. El Santo Leño fue llevado en procesión a la iglesia del monasterio y puesto en su nicho, a los pies del Cristo yacente. Cada semana el número de fieles que afluían a adorar la Santa Cruz aumentaba.
Y a partir de aquel momento los habitantes de la región su fueron volviendo más fervorosos. El ambiente en el campo ahora había cambiado radicalmente. A poca distancia de la abadía, Everaldo y Santiago continuaban con su duro trabajo, pero su conversación pasó a ser bastante diferente: -Piensa que cada espiga recogida y cada racimo de uvas cortado es nuestra ofrenda a Dios -decía Everaldo.
Con ellos se hacen las hostias y el vino que los monjes usan en la Misa. -Para nosotros es un honor. ¡Y qué ligera se hace nuestra labor cuando pensamos en eso! -le respondía Santiago.
El padre de Fernando ya no era la misma persona. Jamás faltaba a Misa los domingos, se confesaba con frecuencia y, al terminar su jornada, por muy cansado que estuviera, nunca dejaba de rezar brevemente ante la reliquia del Santo Leño.
Gracias a ella había aprendido a enfrentar con alegría y generosidad las dificultades cotidianas, siguiendo las huellas de quien, cargando la cruz camino del Calvario, lo había ofrecido todo para nuestra salvación.
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