
Al atardecer, él y sus compañeros se presentaron ante su patrón para recibir el salario de la jornada y se dispersaron. Cuando ya estaban lejos, Santiago, con disimulo, volvió al lugar donde había escuchado el ruido. Con la hoz en mano intentaba encontrarlo de nuevo, aunque en vano. Pasaba el tiempo y nada. Hasta que al final un golpe duro y seco sonó otra vez: -¡Cling!
El abad, tan pronto como supo del hecho, también se dirigió hacia la casa de Santiago. Al llegar, cogió la cruz con adoración y reverencia, la besó, la enseñó a los presentes, silenciosos y recogidos y con ella los bendijo. -Esta reliquia del Santo Leño – dijo con emoción- es el más valioso tesoro de nuestro monasterio. Durante la guerra la prestamos a los soldados del conde, para que la llevasen al frente del batallón en la última batalla, que fue la decisiva: con ella terminó el conflicto. Sin embargo, la reliquia se perdió en medio de la confusión de la lucha y por mucho que la buscáramos, nunca conseguimos encontrarla. Santiago asistía a la escena dando muestras de cólera y rebeldía, al principio.
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