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Viuda con 20 años y madre de cuatro pequeños hijos, Isabel fue expulsada de su castillo y sólo encontró albergue en un depósito, al lado de unos cerdos. En tal situación mandó cantar un Te Deum, para agradecer a Nuestro Señor la gracia de sufrir en unión a Él.

En santa Isabel pareciera que la santidad venía desde la cuna. Nació en 1207 en Hungría.A los 4 años entraba en la iglesia del castillo, abría el gran libro de los salmos, y sin saber leer todavía, lo miraba detenidamente mientras pasaba muchas horas recogida en oración.Al jugar con otras niñas, buscaba alguna manera de encaminarlas hacia la capilla.Cuando la encontraba cerrada, besaba la puerta, la cerradura y las paredes, puesto que, como decía, “Dios está reposando adentro”.

Antes de cumplir diez años perdió a su madre, la reina Gertrudis. En la misma época falleció también su protector, el duque Hermann, su futuro suegro, que la quería como a una hija precisamente por su piedad llena de candor e inocencia.

Con 13 años de edad se celebró su matrimonio con el poderoso y no menos piadoso duque Luis de Turingia, al que había sido prometida desde la más tierna infancia. En su corta existencia –murió a los 24 años– conquistó el más glorioso de los títulos: el de santa.

Caridad en grado heroico

2Santa Isabel hacía buen uso de la inmensa riqueza de su esposo, dando generosas limosnas a los pobres, y causando con ello una profunda irritación a muchos miembros de la corte, en especial sus dos cuñados, Enrique y Conrado, que no perdían ocasión para intentar hacerle mal acusándola de “dilapidar el patrimonio familiar”.

Pero a ella no le bastaba con simplemente dar monedas o alimentos. Su amor a Dios la impelía a acciones mucho más generosas. Cierta vez un leproso pedía limosna en la puerta del castillo.

Guiada por una inspiración divina, la joven y hermosa duquesa bajó en busca del lazaroso, lo llevó de la mano hasta su cuarto y lo hizo tenderse en el lecho matrimonial. Luego de curar sus llagas lo dejó reposando, cubierto con una sábana.

“¡Qué escándalo!” – bramaron los intrigantes, que se apuraron en llamar al duque. Cuando éste llegó, encontró a Isabel radiante de felicidad. Confiada en que su digno esposo aprobaría tan heroico acto de caridad, le contó el hecho y añadió: –Id al cuarto a ver.

Una maravillosa sorpresa aguardaba al valiente duque: cuando levantó la sábana no vio a un leproso, ¡sino a Nuestro Señor Jesucristo! El Redentor se dejó contemplar sólo por un instante, lo suficiente para confirmar en esas dos almas de elección la certeza del buen camino.

Socorro de los infelices

El año 1226, mientras su marido estaba en Italia con el Emperador Federico II, una hambruna terrible asoló a Alemania, sobre todo a Turingia. Por campos y bosques, multitudes errantes de desventurados buscaban raíces y frutas para alimentarse. Los bueyes, caballos y otros animales que morían eran devorados enseguida por los hambrientos. En corto tiempo la muerte comenzó su tarea, y los cadáveres se apilaban en campos y caminos.

En ese espantoso trance, la única preocupación de Isabel, día y noche, era socorrer a los infelices. Transformó su castillo en la “morada de la caridad sin límites” –al decir de un biógrafo– y repartió a los indigentes todo el tesoro ducal. Venciendo la oposición de algunos administradores egoístas, mandó abrir los graneros del castillo, cuya distribución dirigió personalmente y sin guardar nada para sus mismos familiares. Con equilibrio y criterio, daba una ración diaria a cada necesitado. Los que no podían subir hasta el castillo, sea por debilidad o enfermedad, eran objeto de una deferencia especial de la santa, que bajaba al pie de la montaña para atenderlos.

Fundó tres hospitales, uno para mujeres pobres, otro solamente para niños y un tercero para todos en general.

Donde hubiera un agonizante, ahí estaba ella para ayudarlo a bien morir. Después pasaba un largo tiempo en oración por las almas de los fallecidos, muchos de los cuales enterró con sus manos, cubiertos con sábanas que ella misma había tejido.

Pasado ese terrible período de desolación, congregó a los hombres y mujeres aptos para el trabajo, les proporcionó zapatos, ropas y herramientas si acaso no tenían, y les ordenó cultivar el campo. En breve tiempo retornó la bonanza y pudo ver con alegría que el trigo llenaba los graneros y la sonrisa volvía a los labios de su gente.

Comienzan las grandes pruebas

3Para gloria de su Iglesia y edificación de los fieles, Dios hace brillar en el alma de cada santo una virtud especial. Por ejemplo, en san Francisco de Asís fue la pobreza; en santa Bernardita, la humildad; en san Luis Gonzaga, la castidad, y así en cada cual.

Pero eso no significa que dicha virtud exista de forma aislada, como una torre en medio de una inmensa planicie. No. Todas las virtudes son hermanas; es imposible progresar o decaer en una sin avanzar o retroceder en las demás.

En santa Isabel reluce la solicitud hacia los necesitados, pero fue eximia en la práctica de todas las virtudes. Pocas personas llevaron tan lejos el desapego a los bienes de esta tierra y la amorosa conformidad con la voluntad de Dios. Unida en matrimonio a un marido ejemplar, le prodigaba todo el afecto natural y legítimo de su noble corazón, siendo retribuida en la misma proporción. Pero mucho más que eso, los unía el amor a Dios, el deseo de perfección.

Semejante perspectiva nos permite comprender con facilidad el dolor de la separación, cuando el Duque de Turingia marchó a la Cruzada en 1227. Sufrimiento incomparablemente mayor cuando poco después recibió la noticia de su muerte en la expedición, antes de llegar a Tierra Santa.

Del castillo a un refugio de puercos

Pero este era nada más que el inicio de una cascada de amarguras. Ahora ya no contaba con la protección de su virtuoso cónyuge, lo que aprovecharon sus dos cuñados para dar rienda suelta al odio que sentían. El mismo día la expulsaron del castillo con sus cuatro hijos pequeños, bajo un frío riguroso, sin dejarle llevar dinero, abrigo ni alimento. En un colmo de crueldad, prohibieron con severas penas que cualquier habitante de la ciudad les diera cobijo.

Tras haber golpeado innumerables puertas, un tabernero –apiadado, si bien temeroso a las represalias– la recibió, pero ofreciéndole de albergue una especie de caballeriza que también servía como chiquero. Así fue como la duquesa e hija de reyes se encontró pasando la noche junto a sus hijos en compañía de puercos, abrigándose con los implementos de cacería para no sucumbir al frío.

Al día siguiente, personas con caridad y carácter le llevaron alimentos. Una noche y un día los pasó en esta “posada para cerdos”, donde fue altamente recompensada con una aparición de Nuestro Señor Jesucristo.

Un viejo sacerdote de las inmediaciones le ofreció alojamiento, aunque no disponía más que de una misérrima casucha. Cierto día la santa duquesa visitó el convento de los Frailes Menores para hacer un pedido. ¿De socorro, tal vez? No; les pidió que cantaran el Te Deum, con la intención de agradecer al Señor por la gracia de compartir sus sufrimientos.

Por orden de sus cuñados, algunos verdugos la arrancaron de ese miserable hospedaje, para mantenerla prisionera en pésimas condiciones en las dependencias de un viejo castillo.

Rehúsa el más ventajoso casamiento de su época

4Luego de meses de crueles padecimientos, su tía Matilde, abadesa de Kitzing, supo lo sucedido y despachó mensajeros con dos vehículos para llevarla junto a sus hijos a su convento.

Poco tiempo había pasado cuando su tío Egbert, Príncipe-Obispo de Bamberg, le comunicó una propuesta de matrimonio con el Emperador Federico II, el más poderoso soberano de aquella época. ¡Pero Isabel tenía ambiciones mucho más grandes! Su corazón aspiraba a lo Infinito, sin que nada pudiera satisfacerlo en esta tierra.

En los mismos días, regresaban a Turingia los caballeros que habían acompañado al duque Luis en la fatídica Cruzada. Presentándose ante Conrado y Enrique, les reprocharon valientemente la dureza y crueldad con que habían tratado a la viuda y a los hijos de su propio hermano. Los dos culpables no soportaron la altiva franqueza de sus vasallos y, llorando, pidieron el perdón de Isabel, restituyéndole todos los bienes de los que la habían despojado.

Al servicio de los enfermos

La santa mandó construir al lado del convento de los Frailes Menores una casa modestísima –apodada “palacio de abyección” por los parientes de su fallecido esposo– en la que se instaungría ló con los hijos y criados que le habían permanecido fieles.

El Viernes Santo de 1229 pronunció sus votos en la Orden de San Francisco y tomó el hábito de las Clarisas. Habiendo edificado para sí nada más que una pobre morada, invirtió sus recursos en construir iglesias para Dios y hospitales para los pobres, a los que cuidaba ella misma de día y de noche, con tanto o más cariño y solicitud que antes. Dios le concedió la gracia de entregar a los desvalidos no sólo el pan del cuerpo sino también el esplendor de su propia luz, a través de los milagros que realizaba por su intermedio.

Curas milagrosas

5Un día encontró a un niño lisiado y deforme tirado en la solera de la puerta de un hospital. Además de sordomudo, no sabía andar más que a cuatro patas, como si de un animal se tratara. Había sido abandonado ahí por su madre con la esperanza de que la duquesa se apiadara y lo recogiera. Tan pronto lo vio, Isabel acudió para acariciar sus cabellos sucios y revueltos. Y le preguntó:

– ¿Dónde están tus padres? ¿Quién te dejó aquí? Al no recibir respuesta, repitió las preguntas; pero la pobre criatura sólo la miraba con ojos desencajados. Recelando alguna posesión diabólica, dijo con alta y clara voz:

– ¡En nombre de Jesucristo, te ordeno a ti o a quien se encuentre en ti que me diga de dónde vienes!

En el mismo instante el niño se incorporó y, sin que antes le hubieran enseñado a hablar, le explicó con desembarazo su triste vida. Después cayó de rodillas y mientras lloraba de alegría, glorificaba a Dios todopoderoso.

– Yo no conocía a Dios ni sabía de su existencia. Todo mi ser estaba muerto. No sabía nada. Bendita seas, señora, porque hiciste que Dios no me permitiera morir tal como he vivido hasta el presente. A estas palabras, Isabel se puso de rodillas para agradecer al Señor junto al niño, y por fin le recomendó:

– Ahora regresa donde tus padres y no les digas nada de lo que te ocurrió. Di solamente que Dios te auxilió. Guárdate siempre del pecado, no sea que vuelvas a ser lo que eras.

La noticia de este milagro corrió como un reguero de pólvora, propagando por Turingia entera la fama de santidad de Isabel. En consecuencia, aumentó el número de los que acudían a verla; y por intercesión suya, Dios se dignaba atenderlos a todos.

Dejó caer la cabeza como si durmiera

El 16 de noviembre de 1231 la santa enfermó. Cuando hubo recibido la unción de los enfermos y el viático, Nuestro Señor se le apareció para revelarle que en tres días vendría a llevarla al Cielo. Su rostro quedó tan brillante después de esta visión, que era casi imposible mirarla fijamente.

Al primer canto del gallo del día 19, Isabel exclamó: “Esta es la hora en que Jesús nació de la Virgen María. ¡Qué gallo imponente y hermoso sería ése, el primero en cantar aquella noche maravillosa! ¡Oh Jesús que rescataste el mundo y me rescataste a mí!” Añadió luego:“¡Oh María, oh Madre, ven en mi socorro!”.

Enseguida musitó: “Silencio… silencio…” Y dejó caer la cabeza como si durmiera. Su alma acababa de entrar a la gloria sin fin.

Para satisfacer la devoción del pueblo que afluía de todas partes, su bendito cuerpo permaneció expuesto en la iglesia por cuatro días. Muchísimos milagros certificaron su santidad. Fue solemnemente canonizada en 1235 por el Papa Gregorio IX.

Familia de alta nobleza y grandes Santos

Hungría dio a la Iglesia numerosos santos, oriundos de todos los estratos sociales. Es el único país que tiene la gloria de venerar en los altares a tres de sus reyes: San Esteban, San Américo y San Ladislao. Pero sin lugar a dudas, Santa Isabel es la más venerada por el pueblo húngaro.

La santa duquesa de Turingia no fue una figura aislada en su tiempo, en plena Edad Media, dulce primavera de la Fe. Era sobrina de Santa Eduvigis, duquesa de Polonia, y tía de la suave Santa Isabel, reina de Portugal. Con las gracias celestiales que ganó y el ejemplo de su vida, logró la conversión de sus dos cuñados, Enrique y Conrado.

La de esté último fue más radical: junto a sus compañeros de armas se dirigió a Roma, todos descalzos, para rogar al Papa el perdón por sus desmanes. Luego de cumplir la penitencia que el Pontífice le impuso, ingresó a la Orden de Santa María de los Caballeros Teutónicos.

En 1243, Conrado enfermó de muerte. Era tan grande la pureza de su alma, que la cercanía de cualquier persona en pecado mortal le provocaba agudos dolores. Murió poco después, embriagado en la gloria celestial.

(Antonio Queiroz; Revista Heraldos del Evangelio, Nov/2004, n. 35, pag. 22 a 25)

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