Sin saber cómo hacer una entrevista inédita, Beatriz se acordó de las clases de catecismo y tuvo una idea.
Hna. Lívia Natsue Salvador Uchida E.P
Acabada la clase, la profesora sorprendió a todos los alumnos.
En lugar de mandarles responder a interminables cuestiones gramaticales, les dijo simplemente:
— Para la próxima clase quiero que cada uno haga una entrevista.
Voy a dejarles escoger la persona y el tema, dando preferencia para los asuntos que sean al mismo tiempo interesantes y poco comentados. Y sepan: ¡daré la mejor nota a la entrevista más original!
Hubo un gran alborozo en el aula, pues los alumnos se sentían importantes ante la perspectiva de entrevistar a un adulto. A la salida, comentaban entusiasmados sus planes entre sí.
Beatriz, mientras tanto, estaba pensativa.
Había sopesado varias posibilidades, pero ninguna le pareció novedosa.
La indicación de la profesora, que esperaba un tema “al mismo tiempo interesante y poco comentado” daba vueltas en su cabeza como un problema insoluble. De repente, le vinieron a la memoria las clases de catecismo, de las que tanto gustaba, y tuvo una idea: “¡Ya sé! ¡Quiero hacer una entrevista en el Infierno, para saber cómo las personas fueron a parar allá! ¡Seguro que es un tema en el que nadie ha pensado!”
Al llegar a casa, comenzó a rezar a su ángel de la guarda, pues quería hacerle una propuesta. Mientras persistía en la oración, vio una claridad celestial ante ella y surgió la figura hermosísima de su Ángel protector, que le dijo:
— Oí vuestra oración, Beatriz. Dime lo que deseas, y si está de acuerdo con la voluntad de Dios, serás atendida.
— Mi buen Ángel —respondió la niña con coraje— tengo una petición muy especial: quiero hacer una entrevista en el Infierno, para saber cómo las personas fueron para allá. Sé que es un lugar terrible, por eso no quiero ir sola. ¡Por favor, venga conmigo, pues quiero entrar y salir!
El ángel la miró con gravedad y respondió:
— ¡Piénsalo bien, porque vas a sufrir mucho! ¿Estás segura de lo que está pidiendo?
— ¡Sí! ¡Eso es lo que quiero!
Entonces el ángel llevó a Beatriz para el terrible lugar de expiación eterna. Conforme se iban acercando, ella oía gritos de rebeldía y desesperación, y un insoportable olor a azufre dominaba el aire. La pequeña reportera se agarró a su celeste protector, a quien no dejaba de repetir:
— ¡No me suelte! ¡Por favor, no me suelte!
Finalmente llegaron delante de las inmensas puertas del Infierno, que la Justicia de Dios mantiene cerradas.
Cuando se abrieron, Beatriz reparó con un triste espectáculo: un número incontable de almas padeciendo indecibles suplicios y quemándose constantemente.
Junto a cada réprobo había demonios que los atormentaban por sus pecados, agravando aún más aquel cuadro desalentador.
Auxiliada por una especial gracia de fortaleza, Beatriz se aproximó a un condenado y le preguntó:
— Dígame, ¿cómo vino usted a parar aquí?
Gritando, él respondió en medio de las llamas:
— Durante mi vida yo fui cristiano, recibí el Bautismo y los demás sacramentos.
Pero… ¡Ay! ¡Ay! Nunca quise saber nada de rezar, creía que la oración era una práctica para bobos, y por eso no tuve fuerzas para perseverar en la Ley de Dios. ¡Si hubiese rezado, no habría cometido los pecados que me trajeron aquí y ahora sería feliz en el Cielo!
— Pero ¡¿sólo por eso?! ¡Rezar es tan fácil! ¡No cuesta nada!
Es verdad —respondió el alma condenada— ¿pero quién se acuerda de eso mientras vive? ¡Ah! Si yo hubiese sabido el valor de la oración cuando estaba en la Tierra… ¡Ahora es demasiado tarde!
Tras decir esto, se ahogó con mayor desespero en sus suplicios, y ya no habló más. Impresionada, la niña se volvió hacia otro condenado y le interrogó:
— ¿Quién es usted y que hace aquí?
— ¡Yo soy un miserable que cometí grandes crímenes y cargué los peores vicios durante la vida! ¡Soy un maldito, pero me habría salvado, ciertamente, si hubiese rezado, pidiendo perdón a Dios! ¡Mis delitos eran grandes, pero más grande es el poder de la oración!
— ¡Qué increíble! ¡Eso es exactamente lo que me dijo el otro! —exclamó Beatriz.
— ¡Ay! Infelices todos nosotros que estamos aquí, que nos condenamos porque no supimos rezar… Ahora los justos están en presencia de Dios, felices para siempre, y nosotros aquí padeciendo. ¡Qué envidia! ¡No aguanto más estar en este lugar!
Cargado por un ángel maligno, el condenado se hundió en los abismos, de donde subió su grito de inconformidad:
— ¡La oración! ¡Habría bastado la oración!
Afligida, la pequeña periodista dijo a su ángel:
— ¡Por favor! ¡Sáqueme de aquí! ¡No tengo fuerzas para ver estos horrores!
Al traspasar las puertas en llamas, la niña estaba casi desmayada, y dijo a su celestial compañero:
— Ángel mío, se lo agradezco. ¿Cómo voy a presentar un mensaje tan duro a las personas? ¡Por favor, para terminar mi pedido, querría ir al Cielo a entrevistar a algunos bienaventurados, aunque fuese en la puerta!
— Antes preciso consultar con San Pedro a ver si podemos entrar. ¡Venga conmigo!
Y fue así que Beatriz subió al Cielo, donde estaba el primer pontífice guardando el portal de oro. El ángel hizo una reverencia y dijo:
— Venerable apóstol, vengo a pedirle que esta protegida mía pueda entrar en el Reino de los Cielos con el fin de entrevistar a los bienaventurados.
San Pedro fijó su mirada en la pequeña y exclamó:
— ¡Pero esta niña no puede entrar aquí! En el cielo entran solamente las almas que rezan mucho, y percibo que éste no es su caso.
Aunque avergonzada, no se dio por vencida:
— ¡Por favor, San Pedro! ¡Prometo que de aquí en adelante rezaré bastante! ¡Piense en el bien que la entrevista puede hacer a las almas!
— Si el motivo es éste, haré una excepción.
Beatriz vio las puertas del Cielo abrirse, y una felicidad extraordinaria invadió su alma. En medio de luces, perfumes y cánticos como jamás oyera en la Tierra, estaban los coros angélicos y de los bienaventurados. Percibió que a su lado caminaba una reina de gran belleza, a quien preguntó:
— Dígame, oh reina, ¿cómo vino a parar al Cielo?
— Mira… yo no soy una reina. En la Tierra, ¡era una cocinera! Mientras trajinaba con las ollas o limpiaba el suelo, rezaba. Cumplí con mi misión y con mis deberes, es verdad, pero hoy me doy cuenta: ¡conseguí practicar la virtud porque rezaba mucho!
Cuando Beatriz se disponía a hacerle más preguntas, el ángel le dijo:
— Tengo que llevarla a la Tierra, pues su tiempo se agotó.
— ¡No! ¡Deja que me quede, pues aquí sí que está la felicidad!
— ¿Y la promesa de volver a la Tierra para rezar más?
Con los ojos maravillados, tuvo que volver al Valle de Lágrimas. ¡Cómo todo le parecía feo, pensando en el Cielo! pero al mismo tiempo, si pensaba en el Infierno…
En la escuela, la presentación de su entrevista fue un éxito. Vivamente impresionados y estimulados por su testimonio, la profesora y sus compañeros comenzaron a rezar diariamente.
En cuanto a Beatriz, se volvió muy fervorosa después de haber recibido una gracia tan grande. Ella comprendió que la única relación existente entre el Cielo y el Infierno es tomarse en serio esta afirmación: “Quien reza se salva, quien no reza se condena”.
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