Nunca conseguiremos comprender la espiritualidad de San Antonio de Padua sin analizar en él un aspecto esencial y omnipresente de nuestra existencia en este valle de lágrimas: la lucha, el combate, el sufrimiento.
Era el año de 1221. En el austero convento franciscano de Forlí, Italia, se encontraban reunidos algunos hijos de San Francisco y de Santo Domingo en una celebración litúrgica, durante la cual varios religiosos recibirían el sacramento del Orden. Al final de la misma el provincial de los frailes menores solicitó que uno de los hermanos predicadores pronunciase las palabras de clausura. Pero todos eludieron ese honor, pues ninguno se había preparado un discurso y la improvisación no siempre es aconsejable en ocasiones solemnes…
Para solucionar esa situación el provincial de los franciscanos decidió encargárselo a cualquiera de sus subalternos, confiando en la inspiración de la gracia. Y designó para ello a un fraile portugués que desempeñaba la función de ayudante de cocina en el eremitorio de Montepaolo. Con la sencillez de las almas habituadas a la obediencia, el humilde religioso, hasta el momento en silencio, se dispuso a cumplir lo mandado. Y, ante la sorpresa general, lo hizo en un perfecto latín.
Vencida la timidez inicial, las palabras del fraile, basadas en las Escrituras, fueron adquiriendo cada vez mayor brillo, fuego y claridad. Y cuando terminó ya nadie se acordaba de que era un apagado cocinero, convertido ahora ante todos en un insigne predicador.
Empezaba así la vida pública de San Antonio de Padua. La batalla contra sí mismo y contra el mal, llevada hasta el momento en la soledad y la austeridad del claustro, alcanzaba allí proporciones misioneras. Dios lo llamaba a evangelizar a las multitudes, auxiliándolas, mediante el ministerio de la palabra, en la perpetua y férrea lucha del hombre contra el pecado.
¿Lucha? Quizá alguien se extrañe al oír hablar de ella en la vida de un santo cuyas imágenes sonrientes nos llevan a imaginarlo siempre lleno de alegría, dulzura y consuelo. No obstante, el combate contra los propios defectos y contra el mal es inseparable compañero del homo viator, como consecuencia del pecado original. Y nunca conseguiremos comprender la espiritualidad de un bienaventurado sin analizar en él ese aspecto esencial y omnipresente en nuestra existencia en este valle de lágrimas: la lucha, el combate, el sufrimiento.
Tras las huellas de San Agustín
Aún no había pasado medio siglo desde que la capital lusa había sido reconquistada por Alfonso Enríquez cuando nacía allí, alrededor de 1193, Fernando Martins, el futuro San Antonio de Padua… o de Lisboa, como suelen llamarlo los portugueses que se ufanan, con toda razón, de tan ilustre compatriota.
A los quince años, habiendo oído con nitidez la llamada de Dios a la vida religiosa, se incorporó a la Orden de los Canónigos Regulares de San Agustín, en el monasterio de San Vicente de Fora, erigido en agradecimiento por la toma de la ciudad. Había abrazado esta decisión no para huir de las obligaciones militares propias de un hidalgo, sino para perfeccionarse en la lucha contra el demonio, el mundo y la carne, pues, como afirmaba Montalembert, “lejos de ser los conventos refugio de los débiles, eran, al contrario, una verdadera arena para los fuertes”.1
Dos años y medio más tarde sus superiores le autorizaron a trasladarse al monasterio de la Santa Cruz, en Coímbra, a fin de separarse aún más del mismo mundo, harto enemigo de la virtud, y para desapegarse de los suyos. En su nueva morada, situada en el centro intelectual del joven país, Fernando se empapó bastante de las doctrinas y enseñanzas del autor de la Regla, San Agustín, y de otros Padres de la Iglesia. Además, adquirió un singular conocimiento de las Sagradas Escrituras, base de sus futuras predicaciones. También en esa ciudad fue elevado a la dignidad sacerdotal.
Vocación franciscana
Un nuevo impulso del Espíritu Santo surgía en el seno de la Iglesia en aquel tiempo. En oposición al lujo desarreglado y al apego a los bienes materiales que empezaban a desviar el espíritu de fe característico del hombre medieval, se levantaban varones como Domingo de Guzmán y Francisco de Asís, que increpaban los errores de su época mediante la palabra y el ejemplo, invitando a los cristianos a retomar el camino del fervor a través de la práctica de la pobreza.
El celo comunicado por el Seráfico de Asís a la Orden de Frailes Menores fue tal que, tan sólo once años después de la fundación, cinco de sus hijos morían mártires en el norte de África. La audaz empresa misionera de estos religiosos, irreductibles en la predicación de la fe de Cristo, acabó suscitando la cólera del emir de Marruecos, que ordenó ejecutarlos.
Con gran pompa llegaron a Coímbra, a mediados de 1220, los restos mortales de esos héroes de la fe, y fueron expuestos a la veneración de los fieles en la capilla del monasterio de Santa Cruz. Este hecho sonó en el canónigo Fernando como una aprobación del Cielo a su deseo de unirse a los hijos de San Francisco en el convento de San Antonio de Olivares, a los cuales admiraba mucho.
Obtenido el permiso de los superiores, el canónigo Fernando recibió algún tiempo después el hábito de los Frailes Menores, tomando el nombre de fray Antonio. Bajo aquella pobre vestimenta, el brillante sacerdote lisboeta sacrificaba sin pesar el prestigio, las comodidades y la vasta cultura que poseía.
Renuncia a su propia voluntad
Habiendo transcurrido tan sólo cinco meses de noviciado logró que le enviaran a la tierra que dio los primeros mártires a la Orden Franciscana. Pensaba que había llegado al auge de su batalla terrestre y ya degustaba la palma del martirio. Sin embargo, la Providencia quería de él una lucha más larga y difícil, cuyo primer paso consistía en la completa renuncia a su propia voluntad. Poco después de desembarcar en suelo africano, fuertes fiebres le sacudieron, dejándolo incapaz de realizar cualquier actividad, y su superior lo envió de vuelta a Europa.
En el viaje de regreso el barco fue arrastrado por una tempestad hacia las costas de Sicilia. Tras pasar algunos meses en el convento de Messina, fray Antonio se dirigió a Asís, en donde tendría lugar un Capítulo General de la Orden, la víspera de Pentecostés de 1221, presidido por el mismo San Francisco.
Clausurada la asamblea, siendo aún desconocido en medio de aquella multitud de frailes, le pidió al provincial de Romandiola que lo acogiese como subalterno, y pasó a vivir en el eremitorio de Montepaolo. Ignorando su linaje y formación, le asignaron el oficio de ayudante de cocina, que asumió sin titubear. Así pasó largos meses en el más completo anonimato, teniendo por celda una gruta y aceptándolo todo sin la más mínima reclamación. ¿Quién osaría afirmar que esta victoria sobre sí mismo era inferior a la alcanzada por los mártires de Marruecos?
Fue durante este período de humillación y modestia donde ocurrió el episodio de la ceremonia de ordenación en Forlí, narrado al principio.
San Antonio de Padua- Museo. Ex-Convento Carmelita en los Andes
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