Redacción (Miércoles, 08-03-2017, Gaudium Press)
Uno de los temas más atrayentes dentro de la piedad católica es, sin duda, Nuestra Señora. ¿Cuál devoto suyo, al hablar de Ella, no siente una inefable experiencia de su amor? ¿Quién a Ella recurrió y dejó de ser atendido?
Hna. Lucilia Lins Brandão Veas, EP
La devoción a la Santísima Virgen afloró en los corazones de los fieles desde los inicios de la Iglesia. Ya en los albores del Cristianismo, era Ella objeto de gran veneración, de actos de amor y de confianza, como lo comprueban los más antiguos íconos y tiernos cánticos de la Iglesia primitiva. Es más, se puede afirmar que la devoción a la Madre de Dios fue transmitida por los propios Apóstoles, pues no parece concebible que haya habido un istmo de silencio entre ellos y los primeros Padres de la Iglesia, los cuales no dejan de mencionarla en sus escritos.
Considerada por ellos “el venerado tesoro de todo el orbe”,1 Nuestra Señora constituyó para los cristianos una imagen perfecta de Nuestro Señor Jesucristo y un canal seguro para llegar a Él. Como pone en realce Mons. João Scognamiglio Clá Dias, “ambos, Madre e Hijo, inseparables, son la ‘arquetipia’ de la creación, la causa ejemplar y final en función de la cual todos los otros hombres fueron predestinados”.
Cada vez que alguien la alaba, Ella glorifica a Jesús
Analicemos por este prisma la narración de San Lucas al inicio de su Evangelio.
Al ser visitada por el Arcángel San Gabriel, proclama la Virgen María: “He aquí la sierva del Señor. Hágase en Mi según tu palabra” (1, 38). Y Santa Isabel, al oír poco después el saludo de su prima, exclama: “Bendita eres Tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Dónde me viene esta honra de venir a mí la Madre de mi Señor? […] ¡Bienaventurada eres Tú que creíste, pues se han de cumplir las cosas que de parte del Señor Te fueron dichas!” (1, 42-43.45).
La Virgen María es, de esta forma, proclamada “bendita” y “bienaventurada” porque creyó, se proclamó esclava del Señor y se tornó la Madre del Mesías, restituyendo inmediatamente a Dios la alabanza recibida: “Mi alma glorifica al Señor, […] porque miró para su pobre sierva. Por esto, desde ahora, Me proclamarán bienaventurada todas las generaciones” (1, 46.48).
Y es siempre así: cada vez que alguien la alaba, Ella glorifica; acto continuo, su Divino Hijo la venera. Es, por tanto, un óptimo medio de glorificar a Jesús, como siempre enseñó el Magisterio de la Iglesia y fue reafirmado por el Concilio Vaticano II: “de modo alguno [la devoción a Nuestra Señora] impide la unión inmediata de los fieles con Cristo, antes la favorece”.
Origen de la esclavitud a Nuestra Señora
Queda patente, entonces, que la práctica de la esclavitud a Nuestra Señora tuvo su punto de partida en el más sublime acontecimiento de la Historia: la Encarnación del Verbo, cuando el propio Dios se hizo Hombre, sometiéndose a Ella (cf. Lc 2, 51). Y al oír al Apóstol atestiguar que Cristo “se aniquiló a Sí mismo, asumiendo la condición de esclavo y asemejándose a los hombres” (Fl 2, 7), comprendemos que Él quiso que esto se diese en Ella, dejándonos su divino ejemplo e invitándonos a imitarlo.
Ya al inicio de la Historia de la Iglesia encontramos documentos que exaltan la santidad de la Madre de Dios, mencionan su papel de Medianera, le dan el tratamiento de Señora y, poco más tarde, el título de Reina de la creación.4 En manifestaciones de veneración como estas se ve, en germen, los fundamentos de la devoción a Ella que culmina en la consagración como esclavo de amor.
San Efrén de Nisibe fue el primer Padre de la Iglesia del que se tiene noticia a proclamarse siervo de María. 5 Muchos otros lo siguieron en esta luminosa vía de la consagración de amor. Objetos de los siglos V y VI encontrados en diversos lugares del Imperio Bizantino – anillos, cadenas, monedas, entre otros – poseen inscripciones en las cuales la persona que lo portaba se denomina “Siervo de la Madre de Dios”.
En el siglo VII, vemos a San Ildefonso de Toledo declarar: “Si soy vuestro siervo, es porque vuestro Hijo es mi Señor. Vosotros sois mi Soberana, porque sois la Esclava de mi Señor. Soy siervo de la Sierva de mi Señor, porque Vosotros, mi Soberana, sois la Madre de mi Señor”.
Y además: “Para demostrar que estoy al servicio del Señor, doy como prueba el dominio que su Madre ejerce sobre mí, porque servir a su Esclava es servir a Él. […] ¡Con qué entusiasmo deseo ser siervo de esta Soberana! ¡Con qué fidelidad quiero someterme a su yugo! ¡Con qué perfección intento ser dócil a sus mandatos! ¡Con qué ardor busco no substraerme a su dominio! ¡Con qué avidez deseo estar siempre en el número de sus verdaderos siervos! Séame, pues, concedido servirla por deber y, sirviéndola, merecer sus favores y poder ser siempre su irreprensible siervo”.
En Irlanda, entre los siglos IX y XII, hay noticias de que tan grande era la honra de designarse siervo de María, que este título se tornó nombre propio, usado inclusive por miembros de la familia real. 9 Uno solo, de Oriente a Occidente, era el pulsar del corazón de los católicos en relación a la Madre de Dios: tornarse su esclavo, es una de las más sublimes e inefables honras.
La voz de la gracia, que inspiraba tanto ilustres varones como a la gente simple a consagrarse a la Virgen María como esclavos, no podría dejar de tocar varios de los Sucesores de Pedro. Al inicio del siglo VIII, encontramos al Papa Juan VII a proclamarse siervo de María; varios otros, posteriormente, así se denominaron, entre ellos: Nicolás IV, Pío II, Pablo V, Alexandre VIII, Clemente IX, Inocencio XI.
Una orden religiosa de siervos
Significativa fue también la aprobación pontificia de la Orden de los Siervos de María – los servitas -, fundada en 1233. Como testimonian los anales de esta institución, su nombre fue inspirado por la Santísima Virgen al pueblo: “Desde el inicio de nuestra orden, esto es, cuando nuestros ilustres primeros padres se reunieron en comunidad para darle inicio, luego pasaron a ser popularmente llamados por el nombre de ‘frailes Siervos de la Bienaventurada Virgen María’, sin que ellos supiesen de dónde y de quién viniera tal nombre. De ahí se deduce que, al principio, de ningún otro ellos recibieron ese nombre a no ser de Nuestra Señora misma, la Bienaventurada Virgen María, mediante la voz del pueblo, el cual, inspirado por Dios, aprobaba y aclamaba tal nombre que no fuera inventado por mente humana”.
El documento continúa: “Como Nuestra Señora no quisiera que el origen de la orden fuese propiamente atribuido a algún hombre, de la misma forma era justo que el nombre de la orden de sus frailes no fuese escogido y dado por otro, a no ser por Ella misma y su Hijo. Fue, pues, voluntad de Nuestra Señora que ese nombre por Ella escogido se tornase común en la boca del pueblo”.
El hecho de atribuir el nombre de Siervos de María a un conjunto de varones, que edificaban por su nuevo modo de vida, demuestra bien cuánto el pueblo tenía en cuenta tal predicado y comprueba que hacerse siervo de Nuestra Señora, consagrándole la propia vida, era una costumbre ya bastante difundida en aquella época, muy comprensible para almas imbuidas de fe.
Armonía entre doctrina y piedad popular
A lo largo de los tiempos fue aumentando el número de personas invitadas por la gracia a consagrarse a Nuestra Señora en la calidad de esclavos de amor, sin que la teología tuviese especial preocupación en explicitar la doctrina a Ella referente. Esto es normal, una vez que todo indica que las realidades concernientes a María fueron antes confiadas al corazón amante y simple del pueblo cristiano, más que al raciocinio de la teología especulativa. Es lo que dice un conceptuado estudioso en la materia: hay ciertas cosas mucho más perceptivas al abrasado amor de hijo que al frío entendimiento de un sabio.
Cuando, sin embargo, la ortodoxia de esta devoción comenzó a ser puesta en duda, no faltaron sabios con corazón de hijos que la supieron defender con método, claridad y sólidas bases doctrinarias. Entre estos podemos citar San Bernardo, San Alberto Magno, San Buenaventura, Ricardo de San Lorenzo y, sobre todo, San Luis María Grignion de Montfort. Apoyándose en el privilegio de la maternidad divina concedido a Nuestra Señora, en su plenitud de gracias, en el amor a Ella dispensado por la Santísima Trinidad y en las honras prestadas por el Hijo de Dios a su Madre terrena, demostraron ellos la legitimidad teológica del acto de consagración como esclavo de amor a María.
En 1595, una concepcionista española, madre Inés Batista de San Pablo, fundó en Alcalá de Henares la Cofradía de los Esclavos de la Madre de Dios, primera asociación formada con el objetivo explícito de incentivar y practicar la esclavitud mariana, que, en aquel entonces, se difundía por todo el continente europeo. Y le tocó al Cardenal Bérulle, fundador de la Sociedad del Oratorio, la gloria de introducirla en Francia.
El padre Olier, fundador del Seminario y Sociedad de San Sulpicio, de París, la propagó aún más, impregnando con su perfume la escuela francesa de espiritualidad, en la cual se formaría San Luis Grignion de Montfort. Este Santo, con su Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, predicó definitivamente la consagración como esclavo de amor a Jesús por María: “cuanto más un alma se consagra a María, más consagrada estará a Jesucristo. Es porque la perfecta consagración a Jesucristo nada más es que una perfecta consagración a la Santísima Virgen”.
Muchos hay, todavía, que se asustan con la palabra esclavo y argumentan que en los primeros siglos se usaba la expresión siervo de María – servus Mariæ, en latín – para significar esta entrega total, entera, fiel y llena de confianza del propio ser a Nuestra Señora. Ahora, ambos términos pueden ser usados indistintamente, pues la palabra latina ‘servus’ 14 tiene el mismo sentido que la palabra esclavo, usada con mucho más frecuencia a partir de San Luís Grignion.
(Continuará…)
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