San Fernando de Castilla: El santo rey victorioso

Autor : Hna. Carmela Werner Ferreira, EP

Nunca derrotado en batalla, amado por sus súbditos e incluso por sus enemigos, San Fernando consideraba el ejercicio de la realeza como una privilegiada oportunidad para glorificar a Dios, al que habría de rendir severas cuentas el día del Juicio.

Las inspiradas páginas del Antiguo Testamento exaltan la figura de sus monarcas, que surgieron en la historia del pueblo elegido a partir de la extinción del régimen teocrático. Una vez que acabó la era de los jueces con el rechazo de Samuel por parte del pueblo, Saúl es ungido rey y, a continuación suya, David y Salomón. Sin duda, la estirpe de Jessé goza, hasta nuestros días, de un aura no desmentida por la valentía de sus más notables exponentes, pues el rey profeta, su sabio hijo y otros muchos revelaron cualidades paradigmáticas, dignas de suscitar la admiración de los hombres de todas las épocas.

Sin embargo, el advenimiento de Jesús y la posterior consolidación de la cristiandad también trajo nuevos linajes, con sus respectivos soberanos, nobles e hidalgos. Al igual que los gobernantes de los antiguos tiempos, muchos de ellos prevaricaron.

No obstante, otros fueron tan íntegros en la fe y en el ejercicio del derecho, que no se muestran menos grandiosos en comparación con los de antaño. Es justo mencionar, junto a los nombres de los reyes de Israel, los que subieron al trono bajo las bendiciones de la Santa Iglesia, y en cuya vida no encontramos mácula, infelicidades o ambiciones, sino el brillo fulgurante de una acrisolada santidad.

San Fernando III, rey de Castilla y de León, se cuenta entre los que hoy veneramos en los altares y admiramos en la Historia con un deslumbramiento semejante al despertado por los antepasados del Mesías.

Al conocer las hazañas emprendidas por él, nos sentimos inclinados a exclamar como la reina de Saba: “Tu conocimiento y tu prosperidad superan con mucho las noticias que yo escuché” (1 R 10, 7).

Infancia marcada por la figura de su madre

Doña Berenguela fue la formadora del varón predestinado.Acompañando el luminoso despuntar del siglo XIII, que se había cargado de promesas para el pueblo cristiano, Fernando vino a este mundo en una fecha en que los pergaminos de la época no lograron registrar.

Las hipótesis de los estudiosos oscilan entre los años 1198 y 1202, sin que por medio de ellas hayan llegado a una conclusión absoluta. Una sólida tradición sitúa el lugar del nacimiento como habiendo sido en un cerro en el recorrido entre Zamora y Salamanca, en mitad de un viaje que sus padres habían emprendido, razón por la cual el pequeño príncipe fue llamado cariñosamente “el montañés”.

Lo que sabemos con toda seguridad es que el casamiento real del cual nació San Fernando estuvo marcado por el sello del infortunio, pues las nupcias de sus padres, Alfonso IX de León y Berenguela de Castilla, fueron anuladas por el Papa Inocencio III, al ser parientes cercanos en un grado prohibido, según la legislación eclesiástica de la época.

Así, en el año de 1203 se separaron los consortes y volvieron cada uno a sus dominios, habiéndose llevado Doña Berenguela a Fernando, el hijo heredero, y a los otros tres infantes —Constancia, Alfonso y Berenguela, pues la pequeña Leonor falleció el año anterior—, para educarlos en la corte de su padre, Alfonso VIII de Castilla. Ciertamente la reina madre, dama de grandes dotes naturales y no menores virtudes, presentía la decisiva responsabilidad depositada por la Providencia en sus manos en aquella triste circunstancia: sería la formadora de un varón predestinado, el cual no habría sido quien fue sin su magnífico ejemplo de vida.

Fernando crecía sediento de las cosas de Dios, el Rey de los reyes y Señor de los señores, que desde lo más alto de los Cielos gobierna todo el orbe, y a respecto del cual su madre le contaba bellísimas historias, incitándole a amar con ternura y a temer con humildad al Soberano de la Creación. Este Señor, por amor al género humano y deseo de redimirlo, aceptó ser condenado a muerte, coronado de espinas y como cetro recibió una caña, y Berenguela se lo presentaba a Fernando como el arquetipo de los reyes, divino modelo de justicia para un buen gobernante.

Sus amonestaciones no fueron en vano, pues “las felices disposiciones del santo niño fueron como la tierra fértil del Evangelio, en que cayó la buena semilla de las enseñanzas, exhortaciones y ejemplos de la egregia Doña Berenguela, destinada, al igual que su hermana Doña Blanca en Francia, a dar a España un santo rey”.1

Soberano de Castilla y León

La vida de corte en Castilla transcurrió serena durante la infancia de Fernando, que progresaba en la piedad, en las ciencias y en las armas con una desenvoltura propiamente regia, denotando por la perfección de los actos exteriores la grandeza de su corazón. Soñaba con poder construir algún día hermosas iglesias a su “Virgen Santa María” —realizando el sueño, de hecho— y dispensaba generosas limosnas a los pobres.

Pasó cerca de un año con su padre en León, y regresó a Castilla con el alma fortalecida por el duro combate que la integridad en la práctica de la virtud le exigió durante ese período. De vuelta a tierras maternas, Doña Berenguela le había preparado una sorpresa: tenía la intención de hacerle rey, abdicando la corona que le pertenecía por herencia tras la muerte de su padre.

Entonces se procedió a la coronación del santo en el año de 1217, en una memorable ceremonia en Valladolid, acompañada por la entusiástica adhesión del clero, nobleza y pueblo del reino, los cuales se sentían animados a la práctica del bien por la figura encantadora del joven monarca, cuya simple presencia parecía atraer las bendiciones del Cielo y la paz para el reino. Buenos presagios traía este regente, en la frescura de la juventud y, al mismo tiempo, en la madurez del espíritu.

La misión de la realeza —siempre considerada por él como una dádiva recibida de Dios y una privilegiada oportunidad para glorificarlo, de la cual rendiría severas cuentas el día del Juicio— comenzó con las dificultades propias para desanimar a los espíritus poco resolutos. Decidido a enfrentarlas hasta las últimas consecuencias, se entregó a su vocación con tanto ardor como el más fervoroso de los frailes de un convento, y empezó a desmelindrar los espinosos asuntos de Estado, conforme se lo dictaba el deber.

He aquí cómo una de sus biógrafas describe el premio dado por Dios a sus esfuerzos: “El rey Don Fernando, en su incesante recorrer el reino administrando justicia, cada vez oía menos querellas y más bendiciones.

Veía su Castilla, restañada ya la sangre de las heridas que le hicieran tantas guerras, pendencias y alborotos, fuerte y valiente, anhelando lanzarse de nuevo por la ruta que Dios, árbitro supremo de la Historia, le había marcado”.2

Cuando su padre falleció en 1230, también obtuvo la corona de León, tras un tortuoso camino, que implicaba la renuncia al trono por parte de las infantas Sancha y Dulce, hijas del primer matrimonio de Alfonso IX. Resuelta la cuestión de la sucesión, gracias al auxilio divino y al tino diplomático de Doña Berenguela, fue coronado rey leonés habiendo transcurrido 13 años desde la primera aclamación, uniendo definitivamente ambos Estados.

“Dominus adjutor meus”

Al escoger el lema de su escudo real, la preferencia de Fernando recayó sobre un pasaje del Salmo 28: Dominus adjutor meus — “El Señor es mi fuerza”, frase por medio de la cual tradujo su ideal de vida.

Un profundo sentido de lo divino animaba al soberano, que desde muy temprano le dio la convicción de que sin la ayuda del Altísimo su mano no empuñaría el cetro con la debida firmeza, ni guiaría a su pueblo conforme a su voluntad.

Impulsado por una ciega —no obstante, paradójicamente, cuán lúcida— confianza en el Señor, y por un amor incondicional a Él, era considerado por todos como el mejor cristiano del reino, tanto por su fidelidad en el cumplimiento de los preceptos, como por la amplitud de horizontes con que comprendía y practicaba el Evangelio.

Reservaba largas horas del día a la oración. Y cuando no bastaban a sus anhelos, entraba recogido madruga adentro, descansando sólo en coloquios con su “Consejero”, como llamaba a la reliquia del Santo Rostro de Cristo, venerada hoy en la catedral de Jaén. Los miembros de la corte una vez le insistieron que descansara más, pero el santo les respondió: “Si yo no velase, ¿cómo podríais dormir tranquilos?”.

Una discreta sospecha, acompañada de un murmullo que corría de boca en boca en el reino, difundía el comentario de que el Señor del velo hablaba con San Fernando, revelándole misterios del tiempo y de la eternidad. Nadie se aventuraba a preguntarle detalles al respecto.

No obstante, los hechos parecían corroborar la pía desconfianza, pues los planes del rey, audaces, inusuales e incluso humanamente temerarios, se cumplían con invariable éxito, como si sobrepasen los cálculos más sagaces y se identificara con la voluntad divina.

Nunca perdió una batalla

San Fernando vivió la Reconquista española de lleno, en una época en la que dirigir los ejércitos hacia la guerra era una de las principales obligaciones de los monarcas, para la cual eran preparados desde la niñez.

Tal situación hizo de él un hombre de armas. Sus campañas militares empezaron en 1224 y a partir de 1231 continuaron sin interrupción hasta el momento de su muerte. Fueron más de 20 años de esfuerzo bélico durante el cual las huestes castellanas recuperaron, entre otras, las ciudades de Córdoba, Jaén, Sevilla y Murcia.

Las valerosas conquistas del rey santo aún hoy infunden respeto en los más grandes estrategas, pues nunca perdió una batalla, por muy desproporcionado que fueran el número o las fuerzas, hecho que llevó a Inocencio IV a llamarle “campeón invicto de Jesucristo”.

Usando el poder al servicio del bien

Al ver que su poderío político y militar se aventajaba cada día, San Fernando tuvo la virtud de no envanecerse por ello, tan seguro estaba que todo le venía de Dios y a Él pertenecía. Se ocupó en administrar sabiamente sus bienes, dándole a cada uno lo que era suyo, y a Dios más que a todos. Con ese objetivo, benefició con liberalidad las obras espirituales y materiales de la Iglesia, sentando las bases de las catedrales de Toledo y Burgos, que figuran como las mayores joyas góticas erigidas en suelo español. Ambas están dedicadas a la Virgen, a quien consagraba indescriptible afecto.

El pueblo, al verse amparado en sus necesidades por el rey de manera tan extraordinaria, tenía por él una entusiasmada y filial devoción. El historiador Weiss narra que “él mismo visitaba sus estados, oía los pleitos y los sentenciaba […].

En su largo reinado favoreció siempre al pobre, contra las injustas pretensiones de los ricos, y tanto se gravó en este punto su conciencia, que llegó a tener en su palacio de Sevilla una rejilla a las salas de Audiencia, para ver bien si los jueces obraban con rectitud”.3

Incluso sus enemigos aprendieron a admirarle, hasta el punto de que príncipes y reyes abrazaban la verdadera Fe gracias a su ejemplo. Fue ése el caso del rey de Valencia, Abu Zayd, que recibió el Bautismo algunos años después de su encuentro con San Fernando. “Comenzó amando al cristiano y terminó amando a Cristo”.4

El pueblo se llenó de respeto por él

En la hora de su muerte, acaecida en Sevilla el 30 de mayo de 1252, cerró sereno los ojos a este mundo, listo para encontrarse con su Señor, tras haber hecho rendir los talentos de Él recibidos. En efecto, afirma un célebre historiador ibérico, “ningún príncipe español desde el octavo hasta el decimotercio siglo había recogido tan rica herencia como la que legó a su muerte San Fernando a su hijo primogénito Alfonso”.5

En la catedral sevillana, bajo la maternal mirada de la Patrona de la ciudad, la Virgen de los Reyes, está conservado su cuerpo, con una placa donde se lee en castellano antiguo el siguiente epitafio: “Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más sofrido, é el más omildoso, él el que más temie a Dios, é el que más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos, é el que alzó y ondró á todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é passos hi en el postrimero día de Mayo, en la era de mil et CC et noventa años”.

La nobleza de su alma le hizo merecedor de tales elogios, porque San Fernando es “uno de esos modelos humanos que conjugan en alto grado la piedad, la prudencia y el heroísmo; uno de los injertos más felices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales en los dones y virtudes humanos”.6

Aunque sus súbditos lo hayan celebrado en vida con justa veneración, el paso del tiempo ha ido dibujando su figura como ejemplo de virtudes, razón por la cual el pueblo cristiano de todas las épocas “cobraron respeto al rey, viendo que dentro de él había una sabiduría divina con la que hacer justicia” (1 R 3, 28).

 

1 GARZÓN, F. San Fernando – Rey de España . 4ª ed. Madrid: Apostolado de la Prensa, 1954, pp. 8-9. De hecho, algunos años más tarde, en 1214, nacería en Poissy su primo hermano San Luis IX.
2 FERNÁNDEZ DE CASTRO, Carmen. Nuestra Señora en el arzón Vida del muy noble y santo rey, Don Fernando III, de Castilla y de León. Cádiz: Escelicer, 1948, p. 85.
3 WEISS, Juan Bautista. Historia Universal . Barcelona: La Educación, 1927, v. VI, p. 597.
4 FERNÁNDEZ DE CASTRO, op. cit., p. 97.
5 LAFUENTE, Modesto. Historia general de España . 2ª ed. Madrid: Dionisio Chaulie, 1869, t. VI, p. 6.
6 SÁNCHEZ DE MUNIÁIN GIL, José María, apud ANZÓN, Francisco. Fernando III – Rey de Castilla y León. Madrid: Palabra, 1998, p. 202.